samedi 27 mars 2010

Número 1 de la Serie "Fotos Erradas"

1093 noches después, f11, 25 s.
à Mathilde,
qui a un Lac dans ses yeux et ses rêves


Cada año, Ella y yo visitábamos la exposición World Press Photo. La primera vez que tuve el valor tomar el teléfono y hablar con Ella, fue para invitarla a comer, visitar la exposición y, al final, tomar una cerveza o una copa de vino. Así, el World Press Photo, se convirtió en nuestro ritual anual.

En aquella primera ocasión Ella me citó frente a su casa. Ella vivía en el primer piso de un edificio de ladrillos amarillos deslavados, en pleno corazón del barrio con mayor tradición cultural y artística de Montreal, Plateau Mont-Royal. Era un buen día de otoño, la temperatura permitía comer o tomar una copa en una terraza, caminar sin sudar o sin tener que refugiarse en un café o una librería cada quince minutos. Así que decidimos dejar mi coche a unas calles de distancia del museo y caminar.

Ella me platicó de sus estudios, de sus profesores y compañeros de la Facultad de sociología. Mientras caminábamos, Ella me explicó la ciudad de Montreal. Una ciudad de librerías, de bares, de restaurantes, de música, de la ATSA (Acción Terrorista Socialemente Aceptable). Entre edificio y edificio, Ella criticaba mis puntos de vista y mis opiniones que siempre han sido ambiguas. Yo le expliqué que mas que opiniones, las mías eran preguntas, interrogaciones que se podían interpretar como posiciones ambiguas.

Llegamos a la exposición que, contradictoriamente se exhibe en el museo Juste pour rire (Solo para reir), ubicado en la calle St-Laurent, que divide la ciudad de Montreal entre Este y Oeste, entre franceses al este e ingleses al oeste, entre probres al este y prósperos al oeste.

World Press Photo es una exposición que recorré el mundo y que premia las mejores fotografias y reportajes de periódicos y revistas del mundo. Y cada ciudad anfitriona completa la expo con fotografías o premios locales.

Ella quedó fascinada frente a una serie de fotografías aéreas del vasto territorio de Québec.

-Ves ese lago, me confió. -Mi papá nos llevaba de vacaciones cada año.

A mi me conmovieron las fotos tomadas en Nairobi y en Europa del Este. A Ella, las fotos de la Palestina y aquellas de Francesco Zizola sobre la violencia en Colombia. Y juntos reímos de los personajes de las fotos deportivas.

Durante unos minutos me olvidé de las fotos para admirarla a Ella: su paso seguro, su cuello alto, su espalda amplia, su cabello rojizo que anudaba atrás de la nuca. Pero sobre todo admiré su mirada profunda y los ojos brillantes de Ella llenos de un lago verdemar. Sus comentarios estaban llenos de justicia social y de protección al medio ambiente.

Al salir de la exposición, Ella aprovechó para ir a una entrevista de trabajo y depositar otra solicitud de empleo. Mientras tanto, yo la esperaba en un café, leyendo y observando los pasantes. ¡Cómo me acordé de Coyoacán!

Cuando Ella se sentó frente a mí, el sol empezaba a acostarse y la luz del atardecer llenó la ciudad de una luz anaranjada. Yo la veo anaranjada, otras personas la ven color turquesa. A esa hora del día, los faroles de la calle son un accesorio inútil a la ciudad; como une arete de plata en el retrato de una rubia.

Ella empezó a tener frío; audazmente le propuse ir a comer a mi casa.

-Si quieres, te puedo preparar un buen pescado al horno, con zanahorias, una ensalada verde y un arroz blanco.
-Y un vino rosado, propuso Ella para completar los colores.
-Y otro tinto, para despues de comer, repliqué.

Yo pagué la cuenta de tres cafés, un cuerno y dos cervezas de barril bien espumosas, con sabor a manzana y jengibre. Ella dejó la propina. “Buen acuerdo”, pensé y se lo hice saber.

Esa primera cita ocurrio a mediados del mes de septiembre, a una semana del fin de la exposicion WPP, el 17, estoy bien seguro.


II
La última vez que vi a Ella ocurrió 1093 días después de esa primera cita.

Por ese entonces, nuestras vidas andaban ya perdiéndose en las lineas de teléfono y en los mensajes texto. Hacía tiempo que yo andaba más confundido qué nunca y Ella –quizás- se defendía afirmando su distancia. Y apesar de todo, decidimos vernos.

quand ce vin rosé? me propuso.
-Dime cuando y yo estoy más que dispuesto, mentí pues nos dimos cita una semana y media después.

Nos vimos al final de su jornada de trabajo. Fui a buscarla. Me estacioné frente a la Alcadía, en la vieja parte de la Ciudad de Montreal, entre unos taxis y una carreta tirada por caballos en espera de turistas. Esperé cinco minutos que fueron la espera de toda una vida. Esperé con mi cámara fotográfica al cuello, acechando un momento, el instante eterno para tomar una foto. Sin embargo, un autobús lleno de turistas japoneses me impidió una buena composición.

Cuando Ella salió de trabajar nuestros pasos nos dirigieron, por ultima vez, a la exposicion World Press Photo. Era un domingo y el museo estaba casi vacío. La exposición se podía admirar con toda tranquilidad. Me invitó un vaso de Merlot. Ella estaba cansada y se había lastimado un pied en su trabajo. Caminaba dificilmente. A mí, una serie de fotografias con el temas de los derechos humanos no llegaban a entristecerme más que su pie. Pero en el fondo, toda la exposición, el sufrimiento de los otros y el destino de la humanidad no nos hacia tanto mal como nuestra propia distancia que se había instalado en nuestra relación. Por suerte, a la salida había esa serie de fotografías del periódico Le Devoir que tanto la hizo reir. Dí gracias al curador de la exposición por echarme una mano.

Al salir de la exposición la luna llena cubría el cielo al sureste de la ciudad.

En el coche, durante 17 minutos tratamos de decidir un lugar dónde platicar, dónde comer un poco y, sobre todo, dónde tomar una botella de buen vino, “pues los buenos vinos los reservé para ti, ya que fuiste tú quien me enseñó a reconocerlos”, le había dicho ya una vez.

Le propuse de ir a comer a Le Valois: una ensalada de salmón y un hígado de ternera.
-No, no estoy vestida para ir allí, acabo de salir de trabajar y...
-Entonces a un lugar menos chic, ¿comida peruviana?, sugerí
-No, es muy grasosa y ademas los domingos cierran temprano, contestó
- Vamos a mi casa, compramos dos libras de almejas, una botella de vino blanco, una baguette. Nos tomará menos de veintidos minutos preparar todo.
-..., dudó
-... ..., entonces yo dudé dos veces

Al final aceptó con la condición que yo preparara la cena y que le pusiera un poco de hielo en el tobillo lastimado. La tradición marcaba que Ella preparaba la cena y yo el desayuno. Acepté de cambiar la tradición y quizas fue un presagio, un mal aguero.

Cenamos y tomamos tres botellas de vino que tenía reservadas para esos momentos. Peter Murphy hacía bailar la flama de las velas que había prendido. Mis almejas fueron dignas de una reina: deliciosas, ácidas y con un toque dulce, bien cocidas, con un jugo rojo y picoso.

Cuando terminamos, Ella se fué a reposar sobre el diván. Cambió de música y no recuerdo lo que escuchamos. Me pidió que sacara un libro de su bolsa. Se lo dí en las manos y me senté a su lado, con una bolsa de hielo que colocaba sobre su tobillo y retiraba cada tres minutos. Ella me leyó una página de Saga, de Tonino Benacquista, un libro, que por pura y mera casualidad los dos leíamos al mismo tiempo y sin consultarnos previamente.

Una hora más tarde, y después de leer cada quien sus pasajes favoritos de diferentes libros, le dí un masaje en el pie para ayudar a que se le pasara el dolor y que no tuviera una inflamación al día siguiente.

Del pie, me seguí hacia su pantorrilla y luego al otro pie y a su otra pantorrilla también. En ese momento Ella me pidió un masaje en el cuello y yo di por entendido que había que seguir con los hombros, los brazos y la espalda.

III

A las tres de la mañana abrí los ojos. Ella estaba aún dormida, descansando, soñando sin hacer ruido. Y con una sonrisa en la cara que no pude ver, pero que tanto deseaba su existencia. Lentamente, quité mi brazo derecho que cubría su cuerpo hasta su hombro izquierdo y salí de la cama. Me puse el pantalón de la pijama y sali del cuarto, para dirigirme al comedor.

Me senté sobre la mesa. Desde esa nueva perspectiva visual, observé la sala. Un vestido con fuguras geométricas multicolores estaba en el borde del sillón. Mi pantalón de mezclilla negro pendía sobre le respaldo de una silla. Siete libros en frances y en español estaban abiertos, esperando ser leídos una vez más. Una blusa azul y un par de medias negras se escondían en un hueco de la repisa abierto por los libros ausentes. Junto a una bocina respiraba una botella de vino vacía. Las copas, con una lágrima roja en su fondo, estaban separadas por mi camisa rayada.

Bajé de la mesa y me dirigí a mi escritorio, saqué mi camara fotográfica y un tripié, pues sabía que con la escasa luz un apoyo sería necesario para no tener una foto movida. Arreglé el mecanismo de mi Canon a una obertura del diafragma a f 11 y una velocidad del obturador a 25 segundos. Ajusté el balance de blancos. Busqué la mejor composición para tomar una serie de fotos de ese encuentro.

Sin embargo, un torrente de lágrimas me impidió observar por el mirador y un temblor en la mano me impidió apretar el gatillo de la cámara. Pues la misma imagen la había visto hace 1093 noches atrás.

La imgen quedó allí, en mi sala, en mi memoria y en mi corazón. Nunca pude tomar la foto de esa ausencia. Foto errada.

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